Pesca ornamental: un negocio brillante para los habitantes de la Amazonia
“Para que nuestros ríos lleguen sanos al mar”
Biodiversidad
¿Transportar peces por todo el mundo para que adornen acuarios de Europa, Estados Unidos y Japón? Las protectoras de animales lo consideran una locura. En la cuenca amazónica brasileña las cosas se ven de otra forma. Según los científicos locales, este tipo de pesca protege la selva
“¡Cocodrilo!”, grita Célia Castro Pinheiro a su marido, Jel Pereira da Silva, mientras se hunde hasta la rodilla en las oscuras aguas del río Negro, una corriente del color del té. Con más de 2.000 kilómetros de longitud, nace en las montañas colombianas y desemboca en el Amazonas, al sur de la ciudad brasileña de Manaos. La mujer avanza con precaución, sosteniendo un machete por encima de la cabeza, hasta que llega a su trampa para peces, una estructura en forma de dique de unos dos por cuatro metros, y contempla el desastre: los puntales de madera están rotos y la red ha quedado hecha jirones. Miles de ejemplares, la captura de varios días, han sido devorados por el cocodrilo o han huido por los agujeros.
“Es uno joven”, sentencia Castro con sorprendente compostura; “no más de dos metros”. El marido se agacha en la orilla, apoyando la escopeta en las rodillas. “Tiene que estar por aquí”, dice, cargando el arma. “O deshacemos la trampa y buscamos otro sitio, o me quedo aquí por la noche hasta que el cocodrilo salga de su escondite”
Viven en el estado de Amazonas, en el noroeste de Brasil. Aquí, en el río Negro, pescan a diario peces que irán a parar a acuarios de todo el mundo. Según los cálculos, hay más de 100 millones de acuarios en las salas de estar del planeta. Los ornamentales son, por número, los animales de compañía más populares del mundo, en especial en Europa, Estados Unidos y Japón. Se calcula que el volumen total del comercio de estos animales alcanza los 10.000 millones de dólares al año, unos nueve mil millones de euros.
Se conocen más de 10.000 especies de peces de agua dulce, de las cuales se comercializan 5.300. La mayoría de los que pueden comprarse en las tiendas de animales proceden de criaderos, y una proporción menor corresponde a los capturados en ríos tropicales.
Pero el negocio está sometido a presión. El hecho de que los peces se capturen en aguas tropicales y se trasladen en avión a todo el mundo para que algunas personas puedan relajarse viéndolos es objeto de críticas desde hace años, en especial por parte de las organizaciones protectoras de animales. Señalan las prácticas más malignas, el hecho de que a veces los aturden con veneno para capturarlos. Que a menudo intermediarios poco escrupulosos los tratan con descuido y los trasladan por todo el mundo en bolsas de plástico llenas de agua. “Muchos mueren por los daños sufridos durante la captura y el transporte, o por enfermedades que afectan a su organismo, debilitado por el cambio constante en las condiciones del agua”, afirma Tierschutzbund, una asociación alemana para el bienestar animal que anima a los amantes de los peces ornamentales a limitarse a especies criadas en la zona. La organización internacional para la protección de los animales PETA, insta a dejar de tener acuarios. En algunos lugares se están aprobando leyes para dificultar esta clase de comercio. En enero de 2021, Hawái, una de las fuentes más importantes de ejemplares ornamentales, prohibió por completo su captura con fines comerciales.
¿Qué pasará, entonces, con las personas que viven de esta actividad? Solo en el río Negro, afectaría a 40.000 hombres y mujeres. Allí, al comienzo de la cadena de suministro, se tiene una perspectiva distinta de la pesca ornamental.
En el río Negro, las olas pueden ser tan altas como en mar abierto. Es tan ancho que resulta imposible determinar en qué sentido fluye la corriente. En las márgenes, se funde con la selva inundable. Entre marzo y agosto, centenares de kilómetros cuadrados de selva se inundan hasta la altura de las copas de los árboles y el curso alto del río Negro alcanza el tamaño de Francia. Ahora, a principios de año, los ramales del río serpentean por la selva, y en sus orillas, a veces sobresalen del agua pequeñas islas de arena, a las que llaman terra firme. Allí juguetean enormes cantidades de peces ornamentales, y por eso Castro y Pereira colocan su gran trampa en uno de esos puntos.
Tras el ataque del cocodrilo, se afanan en repararla. Pereira corta una rama con el machete y le da forma hasta dejarla tan afilada como una aguja. Envolviendo una botella de plástico con un sedal, se introduce en el agua negra, vadea hasta la trampa y empieza a coser la red mordida. “Si no tienes perro”, dice, “cazas con gato”.
Castro saca una trampa pequeña de la barca y la mete en el agua. Introduce en ella una cabeza de piraña ensartada, y crea una corriente con una vara pequeña. Segundos después, los peces nadan ansiosos hacia el cebo. “Cuando se sacian, se dan cuenta de que están atrapados”.
En principio, la pesca ornamental en el río Negro no es nada difícil: hay que conocer los lugares adecuados, y el resto casi va solo.Las estimaciones sobre las especies de peces que viven en los ramales del río que rodean Barcelo son muy variadas. Los cálculos más conservadores cuentan 4.000, pero otros elevan la cifra hasta 6.000 e, incluso, 8.000. Según una teoría, el hecho de que la mayor parte de ellos brillen y presenten tantos colores se debe a la oscuridad del agua: los peces reconocen por la apariencia a sus congéneres, con los que se reproducen, y por eso, desde el punto de vista de la evolución, los que perviven son los más llamativos.
El pescador enciende el fueraborda y guía la barca por el laberinto de agua y selva. A menudo, las ramas de los árboles son tan bajas que obligan a tumbarse. Hacia las once, cuando el sol empieza a quemar, es hora de volver a casa con la captura matutina. En el cielo revolotean guacamayos de pecho amarillo, los mosquitos atacan y los murciélagos vuelan literalmente sobre los pasajeros de la barca, que se ve rodeada de silbidos, crujidos, chirridos y rugidos.
Castro y Pereira viven a una hora de distancia de la trampa que han instalado, en la aldea ribereña de Daracua. Su casa es un barco en desuso. En la cubierta se extiende un toldo sujeto a postes de madera, debajo del cual duermen ellos en hamacas. El dinero que ganan de la captura diaria les alcanza para pagar arroz, legumbres, herramientas, gasolina y servicios médicos. El pescado, la carne, las frutas y las verduras los proporciona la naturaleza.
En Daracua todo el mundo vive en barcos casa como este o en sencillas cabañas de madera. La comida se prepara en la cocina comunal al aire libre. El pueblo tiene unos 50 habitantes, todos ellos emparentados por lazos de sangre o matrimoniales. El padre de Célia Castro descubrió la aldea en la década de 1990. Está situada en terreno más elevado, para que no se inunde todo el año. Toda la familia se trasladó aquí. Al principio, capturaban paiches y pirañas para su propio consumo y para la venta.
A partir de la década de los ochenta empezaron a llegar cada vez más turistas y pescadores deportivos estadounidenses, japoneses y europeos al curso alto del río Negro, atraídos por los enormes cíclidos que habitan allí. Algunos de ellos tenían también acuarios y se entusiasmaban al ver estos bancos de neones nadando junto a sus barcas. La demanda de peces ornamentales de la región aumentó extremadamente, y gente de todo el estado se instaló en Barcelos. El negocio aportó empleo en el sector pesquero, el comercio y la hostelería.
La próspera ciudad alcanzó la fama de capital mundial de la pesca ornamental. Actualmente, se ven tiendas y carteles al respecto por todas partes, con fotos de ejemplares del río Negro como los tetras neones y los peces ángel, con sus grandes aletas dorsales. Las cabinas de teléfono tienen forma de peces disco. Todos los años, en febrero, se celebra el Festival del Pez Ornamental, en el que los habitantes se dividen y compiten unos con otros disfrazados de neones y discos.
Castro tenía 11 años cuando empezó a en el negocio. A las dos de la mañana, ella y su padre salían de la casa en silencio, con café y tortas de maíz en el morral, botaban la canoa y remaban río abajo, cuatro o cinco horas, dependiendo de dónde estuvieran situados los puntos de terra firme. En estos momentos, su marido y ella están separando los capturados, unos 10.000 al día. Neones, hachas, copeina guttata... En el gran cubo en el que reúnen la captura, son difíciles de diferenciar a primera vista. Todos tienen aproximadamente la misma longitud, brillan y se mueven en grupos. Castro introduce un salabre en el balde y con calma y habilidad los catapulta, separados por especies, a cajas de plástico blanco.
Los tetras neones componen el grupo más amplio con diferencia. Entre los dos se hacen con unos 40.000 a la semana, muchos más de los que acaban cobrando, porque no consiguen colocarlos todos y no todos sobreviven al viaje que les espera hasta llegar al cliente. Con su característica franja longitudinal, estos son los más comercializados del mundo. En la aldea de Daracua, 1.000 ejemplares cuestan 30 reales, unos cinco euros, lo que equivale a 0,5 céntimos por unidad.
Antes de acabar en acuarios europeos, asiáticos o norteamericanos, los neones recorren una cadena comercial de muchos eslabones: dos o tres intermediarios en Brasil, más un importador en el país de destino, que gasta unos 50 céntimos por pez y los vende a un euro, y por último, mayoristas y minoristas. El cliente final paga dos euros o más por cada neón salvaje capturado, 400 veces más de lo que cobra el pescador. “El negocio lo hacen los comerciantes”, dice Célia Castro. “Nosotros casi no les sacamos nada”.
Su hermana gemela, Mara, se dedica a esta tarea en la localidad de Daracua; los almacena en su casa de Barcelos y, después, los entrega en los barcos de vapor que los llevan a Manaos, capital del estado de Amazonas. La familia política de esta mujer puede permitirse una vivienda suficientemente grande como para albergar un par de acuarios. Eso la convierte en intermediaria. “Tampoco gana mucho”, dice Célia; “los que más sacan son los de Manaos o São Paulo”. Se refiere a los exportadores que, por una parte, saben cómo conservar vivos a decenas de miles de peces, y por otra, conocen el mercado mundial y tienen contactos con importadores de todo el mundo.
Hasta hace 10 años, había un hombre que dominaba el negocio: Asher Benzaken, un israelí que regentaba el Turkys Aquarium de Manaos y que era conocido en la ciudad como el “rey de los pescadores”. Por él pasaba el 90% del comercio de la cuenca del Amazonas. Tenía casi 2.000 acuarios e instalaciones de tanques en los que cuidaban a los peces, estresados por el transporte desde Daracua y otras aldeas de la región, hasta que recuperaban la salud. La exportación al extranjero solo es rentable si se alcanza una cierta cantidad de mercancía, y eso exige capital, puesto que el exportador paga el transporte por adelantado. La explotación de Benzaken tenía el tamaño adecuado, pero, tal y como recuerdan Joely-Anna Mota, bióloga en la Universidad de Manaos y en el Instituto Nacional de Investigación de la Amazonía (INPA, por sus siglas en portugués), en 2010 cerró por razones que aún hoy no están claras. Ninguna de las 13 empresas exportadoras restantes ha logrado llenar el vacío que dejó. La demanda de neones, en especial, ya no pudo cubrirse, de modo que otros operadores de acuarios de fuera de Brasil, en especial en la República Checa y en Indonesia, empezaron a criar a gran escala la popular especie.
Los peces de acuicultura están considerados menos hermosos, carecen de diversidad genética y son también más caros. Pero la oferta es fiable, y ha adquirido una importancia creciente en países como Alemania, Francia y Reino Unido según Robert Kern, director de la asociación berlinesa de peces ornamentales Aquaria-Zehlendorf. Hace 20 años, los aficionados a los acuarios de estos países seguían comprando en tiendas de animales de compañía independientes. Allí podían encargarlos. Cada comerciante tenía sus favoritos, sus propias conexiones; había especialistas en agua dulce, en el sureste asiático, en bagres.
Hoy el mercado está dominado por cadenas minoristas especializadas, según Kern, como Fressnapf en Alemania, Pets at Home en Reino Unido, Maxi Zoo en Francia y los departamentos de animales de compañía de grandes almacenes. Las cadenas quieren tener el mismo surtido en todas las tiendas en cualquier momento del año, y por lo tanto, demandan menos especies en grandes cantidades. Al no lograr cubrir esta demanda, la región amazónica perdió cuota de mercado. En la actualidad, el volumen de negocio es aproximadamente la mitad del que había en tiempos de Benzaken, algo que corroboran Joely-Anna Mota y un documental al respecto.
Largas rutas de transporte, mala remuneración, descenso de la demanda... Poco se puede decir a favor de la pesca de peces ornamentales salvajes en el Amazonas. Hasta que se conoce a Joely-Anna Mota, que reside en una comunidad vallada a las afueras de la ciudad de Manaos. La bióloga, mujer cordial de unos 45 años, es consciente de las críticas procedentes de las organizaciones defensoras del bienestar animal, pero considera que el sector ofrece oportunidades, sobre todo para los pescadores y para la naturaleza. “Puede convertirse en un negocio muy limpio y justo y, además, proteger la selva”.
La pesca ornamental puede convertirse en un negocio muy limpio y justo y, además, proteger la selva
Joely-Anna Mota, bióloga
Mota creció en Carauari, una comunidad situada en el curso alto del río Juruá, en plena selva. Allí la población vivía tradicionalmente del extractivismo. El término hace referencia al uso de la naturaleza para ganarse la vida, un derecho protegido por ley en Brasil. Incluye la autosuficiencia y el comercio de frutas de açaí o nueces de Brasil, resina, aceite de coco y también peces ornamentales. Mota afirma que, para no poner en peligro la base de su existencia, los habitantes tratan la naturaleza con respeto.
Actualmente, en muchos lugares de la selva amazónica están drenando las áreas aluviales, y la soja y el ganado vacuno suponen las exportaciones más importantes del país. El comercio de maderas tropicales y la minería de oro también tienen gran importancia. La quinta parte de la selva ha sido talada para explotaciones de estos sectores en los últimos 40 años. “El comercio de peces ornamentales puede mitigar esta evolución dramática”, asegura Mota.
A finales de la década de 1980, el biólogo taiwanés Ning Labbish Chao estudió las consecuencias de esta industria. Su trabajo demostró que este tipo de pesca no solo es una manera clave de ganarse la vida en el curso alto del río Negro, sino también que es sostenible. Esperaba de hecho que las reservas hubieran bajado drásticamente, pero las mediciones efectuadas a lo largo de varios años demostraron que se mantenían constantes. Su razonamiento era este: en la temporada seca, muchos bancos quedan atrapados en pequeñas charcas. Muchos mueren de hambre o son devorados por enemigos naturales. “Solo una proporción muy pequeña de la población sobrevive a la estación seca”, afirma Mota. Dado este fenómeno natural, explica, la captura con fines ornamentales no afecta a las reservas.
Chao fundó en 1991 el Projeto Piaba (Proyecto de Peces Ornamentales), una iniciativa para promover la pesca ornamental, promocionada con el lema “Compra un pez, salva un árbol”. Lo respaldan varios socios: la organización internacional para la protección de la naturaleza y el medioambiente WWF, la asociación para la defensa de la salud animal World Pet Association, el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas, el INPA, y la Asociación Internacional de Comercio de Peces Ornamentales (OATA).
Joely-Anna Mota es una de las coordinadoras del proyecto desde 2014. Con sus compañeros, trabaja en la actualidad para aumentar el valor de los ejemplares salvajes capturados en la región. “En el pasado”, dice, “se hacía hincapié en la cantidad. Los compradores querían obtener el mayor número posible a cambio de su dinero”. Hoy en día, la gente compra relatos, quiere conocer el origen del producto y de los productores, aprecia lo artesanal. Por eso se ha creado, en colaboración con el Ministerio de Agricultura brasileño, un sello para el tetra neón del río Negro, una denominación de origen similar a la del jamón de Parma o el champán. Asimismo, los coordinadores del Projeto Piaba, los pescadores y los intermediarios están ahora unidos en una cooperativa, y el canal de distribución desde las aldeas hasta la exportación está certificado. Se eliminan los intermediarios innecesarios, los precios están regulados y, sobre todo, los pescadores están recibiendo mejores precios. A Jens Crueger, presidente de la Asociación de Cuidadores de Acuarios alemana, le parece buena idea: “Apoyamos esa certificación”. Él y sus homólogos europeos, afirma, están dispuestos a pagar más si se les garantiza que se cumplen los criterios sociales y medioambientales.
En Daracua está amaneciendo. Castro y Pereira llevan horas en el río Negro. Mientras, en el palafito contiguo a su casa-barco, Romualdo Rodrigues salta de la hamaca, desperezándose. Con 56 años, es el pescador de más edad de Daracua. Hombre de complexión atlética, con manos ásperas y piel acartonada, sale a dar una vuelta en su estrecha canoa de madera motorizada y poco después se desvía hacia uno de los afluentes, achicando repetidamente con una botella de plástico el agua que se acumula en el fondo de la canoa. Transcurridos 20 minutos, apaga el motor y se introduce en un canal pequeño. De repente aparece un bosque muerto, con incontables árboles quemados, tan negros como el agua, sobresaliendo de la superficie. “Eso ha sido un ribeirinho (un ribereño)”, afirma. En la estación seca, quiso desbrozar la tierra para cultivarla. “Pero una vez que se prende fuego aquí, no hay manera de apagarlo”. Ardió durante días. “Ese es el peligro”, dice Romualdo. “Si no tienes trabajo, tienes que hacer algo para sobrevivir”.
Después habla de una actividad económica que se ha extendido en los últimos años. Por las aldeas situadas al borde del río Negro, cuenta Romualdo, pasa la principal ruta de tráfico de cocaína que va de Perú y Colombia hasta Manaos, desde donde sale hacia el resto del mundo. “Todos los ribeirinhos que no pueden ganarse la vida con el extractivismo prueban suerte de otro modo”. El pescador vuelve a encender el motor.
A primera hora de la tarde, Rodrigues se retira a su cabaña. Célia Castro Pinheiro, en su casa-barca, hunde los pies en el río Negro; mientras, su marido, como siempre a esta hora, se mete en el agua a faenar con cebo. Cuando sale, el teléfono suena en la cubierta de la barca. Lo coge, todavía goteando. Asiente, escribe, y le dice a su mujer que mañana le toca faenar sola. Él tiene un encargo en Barcelos: unos hombres del sur de Brasil buscan un guía para practicar pesca deportiva, que sigue siendo un buen negocio: muchos pescadores trabajan también con turistas que capturan los tucunarés gigantescos, se hacen una foto con ellos y los devuelven al agua. “Algunos nos compran peces para los acuarios”, dice la mujer. “Otros los atrapan para hacerse una foto”. Se encoge de hombros y comenta: “Las dos cosas nos vienen bien”.
Fuente:
Junio, 2022