Una comunidad alpaquera que siembra agua para no desaparecer en Perú
“Para que nuestros ríos lleguen sanos al mar”
El Recurso Hídrico y el fenómeno de la sequía
En la región Ayacucho, al sur del Perú, los alpaqueros de la zona altoandina de Santa Fe son testigos de una muerte anunciada: su apu Ritipata dejará de ser un nevado en los próximos años. El cambio climático aceleró su desglaciación y cambió los patrones de lluvia.
Hace dos décadas, los comuneros notaron la reducción del agua en la zona, ante ello se organizaron para construir diques en las lagunas que captan el agua de lluvia, así lograron regar sus pastos y reducir la muerte de sus alpacas por hambre y sed. Hoy cuentan con 41 reservorios, sin embargo, las cada vez más intensas sequías ya no les permiten almacenar lo necesario.
En la región sur andina de Ayacucho, en Perú, a solo tres horas en auto desde su ciudad capital, se encuentra el nevado Ritipata, uno de los destinos turísticos promocionados por las agencias de viajes. En enero de cada año, grupos de jóvenes suben hasta su cima para tomarse fotos y jugar con la nieve. Ellos no lo saben, pero el hielo sobre el que caminan es temporal. “La nieve más perpetua que vimos fue en 2005, y solo en la parte más alta. Lo que queda aquí son hielos que se derriten en pocas semanas”, dice Tulia García, directora del Centro de Desarrollo Agropecuario (CEDAP), que trabaja con las comunidades rurales de la zona.
El nevado Ritipata forma parte de la cordillera Chonta, una de las 18 cadenas montañosas del país que concentran el 70 % de los glaciares tropicales del planeta. Su nombre en quechua significa “cumbre de nieve”, pero ya no lo es más: un estudio publicado en 2020 por el Instituto Nacional de Investigación en Glaciares y Ecosistemas de Montaña (INAIGEM) muestra que la cordillera ha perdido el 95 % de su cobertura.
Jesús Gómez López, director de investigación en glaciares del INAGEM, explica que las altas temperaturas derivadas del cambio climático han provocado la desaparición de más de la mitad de la superficie glaciar que tenía Perú, sólo en un periodo de 54 años. El experto dice que este proceso es irreversible y que, de acuerdo con sus estudios, se estima que la cordillera Chonta y su nevado Ritipata serán declarados extintos en unos diez años.
“La población que se ubica en los alrededores de un nevado es la primera que siente los efectos de la desglaciación, por la reducción del agua. Tenemos que adaptarnos a estos cambios, y eso implica preservar nuestras cabeceras de cuencas”, advierte Gómez.
Los alpaqueros que viven en las comunidades aledañas saben que la desaparición del nevado es consecuencia del calentamiento global. Los adultos mayores, en cambio, creen que el Ritipata está triste porque dejaron de llevarle ofrendas. “Cuando nos encomendábamos al Ritipata nuestros ganados amanecían sanos y salvos. El apu realiza milagros cuando creen en él, porque los apus tienen convenio con Dios”, dice Gregoria Tacuri, tejedora y alpaquera.
En la cosmovisión andina, las montañas más altas son consideradas como dioses. Les llaman apus y les rinden culto con pagos a la tierra, una práctica ancestral que está siendo olvidada por el avance de la religión evangélica. “Antes respetábamos mucho a la Pachamama para que todo nos vaya bien. Ahora ya nadie cree en los apus. Hacíamos rituales con ofrendas, había lluvia, mucho ganado, y la madre tierra estaba contenta”, dice Máximo Ccorahua, uno de los comuneros de mayor edad en la zona.
Un pueblo que lucha contra la escasez
En las faldas del Ritipata, en el distrito de Paras, a más de 4 500 metros de altura y con temperaturas que en las noches bajan de los cero grados centígrados, se encuentra la comunidad de Santa Fe. Un pueblo con casas construidas a base de piedra y arcilla, sin posta médica, escuela secundaria ni mercado de abastos. En esta zona altoandina, donde la agricultura es imposible, sus 62 familias tienen como único sustento la crianza de alpacas.
En Santa Fe nacen los ríos y acuíferos que se canalizan para llevar el agua potable a los más de 280 000 habitantes de la capital de Ayacucho, Huamanga. Los comuneros de la zona no cuentan con redes de agua segura. Ellos captan el agua para consumo humano de ductos instalados en los cerros y del afloramiento de agua subterránea. Sus animales, en cambio, dependen de los bofedales, como se llama a los terrenos húmedos que funcionan como esponjas porque son capaces de absorber el agua que discurre de los nevados, del subsuelo y de las lluvias para crear un ecosistema especial que sirve de alimento a las alpacas.
En las últimas dos décadas, sin embargo, el deshielo gradual del Ritipata y las cada vez más continuas sequías han provocado la reducción de todas estas fuentes de agua.
Félix Tacuri vive en Santa Fe desde hace 68 años y recuerda cuando la nieve les llegaba hasta las rodillas y los manantiales les proveían de agua fresca. Lo que describe ahora, en cambio, es un pueblo árido, con un calor diurno cada vez más extremo y en temporadas que no eran comunes. “Nuestro nevado Ritipata se mantenía lleno hasta los meses de agosto y septiembre, pero ahora desde abril ya no hay nieve. El agua también ha ido desapareciendo y nuestros pastos se fueron secando. Será porque ha cambiado el clima. Estamos entrando a un mal tiempo”, dice.
Los comuneros de Santa Fe no se han conformado con ser testigos de la escasez. Desde el año 2004 las familias se organizan para preservar el agua haciendo uso de un conocimiento indígena ancestral: las qochas, un nombre quechua con el que se denomina a las lagunas cercadas de manera artificial. Su objetivo es almacenar el agua de lluvia y soltarla sobre los pastos en tiempos de sequía. Así evitan que ésta se diluya en los cauces y erosione el suelo en los meses de abundancia, y se promueve la recarga subterránea que permite el afloramiento de manantiales y bofedales. Este sistema tradicional es conocido como siembra y cosecha de agua.
El conocimiento ancestral como forma de resistencia
La siembra y cosecha de agua tiene cinco componentes: la organización comunal, la construcción de zanjas de infiltración o andenes para recuperar las tierras áridas, la rotación del pastoreo, la reforestación de especies nativas y la construcción de diques en lagunas existentes o en nuevas qochas. El objetivo es la recarga hídrica del subsuelo.
“La siembra es la técnica de infiltración en el subsuelo, y la cosecha es la descarga o aprovechamiento del agua, pues al cercar las qochas se construyen diques con un tubo o válvula de control que se abre para regar los pastos en ciertas épocas del año”, explica Tulia García, cuya organización impulsó la creación de 41 reservorios en la comunidad. Uno de los más grandes es Qasaccocha, una laguna azul flanqueada por dos montañas y que pasó de acumular 60 000 metros cúbicos a más de 300 000 metros cúbicos.
En total, los 41 reservorios construidos en Santa Fe pueden almacenar 2,9 millones de metros cúbicos de agua, una cifra tres veces superior a la que reunían de manera natural. El recurso hídrico que se concentra en 36 de estas qochas alimenta de manera directa a los ríos que son aprovechados por las poblaciones urbanas y agrícolas en la cuenca baja.
La primera qocha se construyó en el bofedal Guitarrachayocc, que pasó de acumular 30 000 metros cúbicos a 90 000. “Empezamos a trabajar este proyecto con CEDAP. No trajimos ni fierro, ni cemento, ni ladrillos, todo natural. Lo hemos cercado con arcilla, piedra y tierra, materiales que aquí le decimos champa. Nos juntamos toda la comunidad con carretillas, palas y picos, y reaprendimos esta técnica para cuidar a nuestro ganado”, dice Gregorio Ccorahua, de 40 años, quien mantiene la tradición familiar alpaquera.
Él, su esposa, tres de sus hijos y su padre Máximo Ccorahua viven junto a esta qocha. El reservorio no solo les sirve para regar su estancia, sino también para criar truchas, una actividad que inició hace un año para tener más opciones de alimentar a su familia. “Es muy difícil vivir aquí porque ningún cultivo crece. Nuestros animales mueren de frío y de hambre. Con las qochas logramos que tengan algo de agua y comida en los meses más difíciles. Sin estos diques todo estaría seco, pampa no más habría”, dice.
Las qochas son el resultado de un trabajo comunitario. Las familias identificaron los ojos de agua y bofedales que debían ser reforzados y se organizaron en grupos para encargarse de la qocha más cercana a sus estancias. La ONG los capacitó, les entregó herramientas y refrigerios y, en algunos casos, recursos para cubrir la mano de obra. Actualmente, las mujeres de la comunidad son las administradoras de los reservorios y transmiten los conocimientos aprendidos a los más jóvenes.
Tulia León explica que el proyecto fue denominado Pachamamanchikta Waqaychasun, que significa Conservemos nuestra madre tierra. “Es una forma de mitigación ante el cambio climático y de preservar lo que nos enseñaron nuestros ancestros”, añade. Por falta de fondos, la organización solo pudo implementar sistemas de riego por aspersión en dos de las qochas, pero las familias vendieron algunas alpacas y con ese dinero compraron mangueras para transportar el agua limpia hasta sus casas. En las trochas que unen las estancias de Santa Fe es común ver varias de estas conexiones trepando los cerros.
“Antes debíamos caminar mucho para sacar agua de puquiales que ya se secaron. Ahora con esas mangueras riego mis pastos y mis fitotoldos”, cuenta Sonia Quichca Vilca. Los fitotoldos son pequeños huertos cercados con piedras y plásticos para crear un microclima cálido donde hierbas y tubérculos crecen retando a las heladas. Esta es otra práctica andina que se puso en marcha en Santa Fe para que su alimentación no provenga únicamente de la comercialización de carne y fibra de alpaca. Sin embargo, los cultivos dependen del agua que puedan captar.
Una práctica nacional
La experiencia de la siembra y cosecha de agua que desarrolló CEDAP en Ayacucho fue reconocida por el Ministerio del Ambiente, en 2016, con el Premio Antonio Brack Egg. Así como esta, hay más organizaciones civiles que realizan proyectos de almacenamiento e infiltración de agua en diferentes regiones del país. Sus experiencias fueron estudiadas por el Ministerio de Desarrollo Agrario y Riego (Midagri) para crear la Unidad Ejecutora Fondo Sierra Azul, en 2017, con el objetivo de financiar proyectos de seguridad hídrica para el agro y zonas altoandinas.
Desde entonces, y hasta el 2022, dicha institución construyó 1 482 qochas en 17 regiones del país, obras valorizadas en 184,4 millones de soles, unos 48,2 millones de dólares al cambio registrado en diciembre de 2022. El 62 % de esta inversión fue destinada a 670 reservorios en Apurímac, Huancavelica, Cusco y Ayacucho, los cuales permiten acumular 20,3 millones de metros cúbicos de agua de lluvia.
En 2019 el gobierno promulgó la Ley Nº 30989 que declara de interés nacional y necesidad pública la implementación de la siembra y cosecha de agua en las partes altas y medias de las cuencas, eso incluye proyectos estatales y comunales. Sin embargo, en la Resolución Ministerial 146-2022 que define las pautas de inversión, el Midagri señala que solo se construirán qochas en zonas ubicadas desde los 2500 hasta los 4000 metros sobre el nivel del mar. Poblaciones a mayor altitud, como Santa Fe, no son priorizadas.
Expertos consultados para este reportaje señalan que otra barrera para acceder al Fondo Sierra Azul es que los proyectos no se pueden ejecutar en un plazo mayor a 45 días, por lo que se priorizan las comunidades de más fácil acceso, que cuentan con caminos o carreteras. Las estancias altoandinas y alpaqueras, en cambio, carecen de infraestructura previa, por lo que tardarían más en habilitar trochas para llevar sus equipos o maquinarias.
“Lamentablemente el Estado no está llegando a los lugares más difíciles. Sé que estuvieron en la qocha Guitarrachayocc para cambiar el dique que ya habíamos puesto, pero no para construir nuevas”, dice Tulia García.
Gualberto Machaca Mendieta, especialista en hidrología hidráulica del Fondo Sierra Azul, reconoció que algunos de los lineamientos del programa deben ser revisados para que coincida con la realidad de las comunidades y de las cuencas. Sin embargo, aseguró que analizan cada caso para no desatender a poblaciones críticas.
“Tenemos dificultades en construir qochas en comunidades rurales muy alejadas, porque el plazo de ejecución que tenemos es corto, pero este año el gobierno inició otro programa llamado Con Punche Perú Agro, y con ellos podremos complementar este tipo de obras”, aseguró.
El funcionario explicó que el objetivo de la siembra y cosecha de agua que realiza el Fondo Sierra Azul es asegurar que el agua se infiltre de manera sostenida en el subsuelo. Así, al cabo de un año o más, aparecerán afloramientos naturales en los bofedales aledaños y se canalizará agua a los acuíferos para el aprovechamiento agrícola.
El riego de los pastos para las familias alpaqueras no es su finalidad, pero dijo que, en la práctica, los comuneros administran las qochas y abren las válvulas en tiempos de sequía. “Por la escasez que existe no podríamos limitar este uso. Hay que adecuarnos a las necesidades de las comunidades”, señaló.
Una batalla contra el reloj y la sequía
Los comuneros de Santa Fe coinciden en que las qochas les ayudaron a reducir la mortalidad de sus alpacas, sin embargo, el agua que logran almacenar ya no es suficiente para mantener los pastos verdes. Gregorio Ccorahua cuenta que desde hace tres años solo tienen dos meses y medio de lluvias, por lo que las qochas no llenan hasta el tope habitual o se ven obligados a abrir los diques antes de lo previsto.
En 2022, por ejemplo, el Servicio Nacional de Hidrología y Meteorología (Senamhi) informó que la sierra sur del Perú enfrentó su peor sequía en los últimos 58 años, y la región Ayacucho fue una de las afectadas. Los comuneros de Santa Fe se vieron obligados a abrir las válvulas de los reservorios en julio, tres meses antes de lo habitual, y aún así no pudieron frenar lo inevitable: las alpacas preñadas empezaron a abortar y las crías murieron por falta de agua y alimento.
La comunidad recuerda este suceso como un duelo. “Muchas de mis alpacas murieron, flacas se pusieron todas y empezaron a caer de hambre y sed. Yo me siento preocupada porque es el único sustento de nuestra familia”, dice Gregoria Tacuri. Ella perdió 50 de sus animales en solo un mes.
La crisis impacta también en la aceleración de la migración. Los más jóvenes ya no quieren ser alpaqueros y cada vez son más los que se van a las ciudades. “Mis hijos mayores se fueron a Lima a trabajar. Ya no quieren vivir aquí en la altura porque han visto cómo yo lloraba cuando se morían mis alpacas y ellos ya no quieren repetir este sufrimiento”, cuenta Nancy Tacuri, tejedora en Santa Fe.
Jorge Montes Vara, gerente general de SEDA Ayacucho, la empresa prestadora de agua potable en la región, advierte que si las sequías son más continuas, como se pronostica por el Fenómeno del Niño y el Niño Global, también habrá restricciones en el abastecimiento de agua a la ciudad de Huamanga. “La única opción es asegurar el almacenamiento y captar todo lo posible cuando llueve”, añade.
Captar el agua de lluvia, eso es lo que hacen las qochas. Sin embargo, Aquilino Mejía, experto en siembra y cosecha de agua en el Centro de Estudios y Promoción del Desarrollo del Sur (Descosur), dice que se necesitan construir muchas más para afrontar el cambio climático.
“Una sola qocha no es una solución inmediata, además se tarda de uno a tres años en comprobar que la infiltración ha tenido efectos en la generación de nuevos ojos de agua o puquiales. Para un país tan grande como el Perú, los reservorios actuales son insuficientes. Debe existir una política de inversión nacional más agresiva”, agregó.
Mejía ha impulsado la construcción de unas 520 qochas y microrepresas en Puno y Arequipa, regiones vecinas a Ayacucho. Su trabajo lo realiza en alianza con gobiernos locales y organizaciones, pero siempre en coordinación con las comunidades campesinas. “En Puno las qochas tampoco están llegando a su máxima capacidad o se secan mientras esperan la recarga de lluvias. Esta escasez impide la aparición de nuevos pastos y la población está desesperada”, dice el experto.
Flavio Valer es otro de los expertos que ha impulsado esta práctica ancestral desde la sociedad civil. Sus proyectos de recarga hídrica se han desarrollado principalmente en Cusco y Apurímac y en 2018 recibió un reconocimiento de la ONU Medio Ambiente por esta labor. Él considera que tanto el Estado como las ONG y las comunidades altoandinas deben unir esfuerzos para extender y mejorar todos los componentes de la siembra y cosecha de agua, pues las qochas son insuficientes si no cuentan con canales colectores para llevar más agua a sus reservorios.
“En algunos lugares se construyen inmensas qochas, se les pone un dique y nada más. Por eso los comuneros ven que esta se seca y creen que el sistema ya no sirve, que los han engañado. El contenido de las qochas se evapora y se reduce por el uso, pero las zanjas colectoras se construyen para seguir dotándolas de agua desde diferentes puntos, sobre todo en los meses de abundancia”, indicó.
En Santa Fe las precipitaciones duran menos días, pero son más intensas. Los ingenieros hidráulicos de la bocatoma Apacheta, donde se recolecta el agua para la capital de Ayacucho, señalan que en esta zona alpaquera las lluvias que caían en dos semanas, ahora se presentan en dos o tres días.
Por eso García, Mejía y Valer coinciden en que la siembra y cosecha de agua es primordial para enfrentar el cambio climático en el mediano plazo, pero urge construir más reservorios y reforzar otros componentes como las zanjas de infiltración y la reforestación de especies nativas. Esto último debido a que un área arborizada capta 16 veces más agua que un pastizal. “Las qochas siempre van a funcionar con la lluvia. Hay que utilizar todos los medios posibles para que el agua se quede en la parte alta de las cuencas, y eso solo se consigue impulsando grandes reservorios”, añade Valer.
La importancia de gestionar y almacenar toda el agua de lluvia posible no es un desvarío si se tiene presente este dato del Midagri: la precipitación promedio anual en Perú es de dos billones de metros cúbicos de agua, y de esta cantidad solo el 1 % se capta para el riego y uso poblacional. El resto se filtra a los océanos o se evapora.
Fuente:
Marzo, 2024