Minería ilegal en el río Caquetá: continúa el peligro para los indígenas amazónicos de Colombia
“Para que nuestros ríos lleguen sanos al mar”
Recurso Hídrico y Contaminación
En junio de 2021 varias comunidades indígenas vieron cinco embarcaciones haciendo minería ilegal en el río Caquetá. Imágenes satelitales llegaron a mostrar hasta 19 embarcaciones en el mismo mes en el Río Puré, uno de sus afluentes.
En 2019 un estudio mostró el impacto del mercurio en la salud de los indígenas en la cuenca media del río Caquetá. La minería ilegal no para y hay gran temor de que los indígenas en aislamiento se estén enfrentando a enfermedades desconocidas y confinándose cada vez más, mientras huyen del contacto con occidente.
En medio de las inmensas selvas amazónicas colombianas, en un día del año 2000, los dos grandes sabedores de los pueblos indígenas que habitan el Parque Nacional Natural (PNN) Cahuinarí y el PNN Yaigojé Apaporis —los bora miraña y makuna— cerraron un pacto sagrado con sus espíritus guardianes: no revelarían nunca en dónde estaban los yacimientos de oro ni abrirían de nuevo sus aguas a la minería ilegal. El metal, ese que ellos llaman “el reflejo del sol en la tierra”, estaría destinado a mantenerse escondido para siempre. Y, sin embargo, bastaron pocos años para que a ‘Boa’, el sabedor del Cahuinarí, le pudiera más la avaricia que su promesa.
Pobladores indígenas de Araracuara, en el departamento de Amazonas, cuentan que ‘Boa’ transó información por dinero con quienes buscaban el oro. Que el rompimiento del pacto desató una guerra espiritual entre los líderes espirituales de los dos pueblos y que el sabedor murió agonizando cuando los espíritus le devolvieron en enfermedad lo que él le hizo a la tierra.
Abrirle el territorio a los mineros llevó a que en el 2009 se diera una bonanza de explotación ilegal a lo largo del río Caquetá —la tercera de las cuatro que ha habido en su cauce desde 1986—. Víctor Moreno, coordinador del proyecto Paisajes Amazónicos Sostenibles de la Fundación para la Conservación y el Desarrollo Sostenible (FCDS), recuerda que hubo épocas en las que las balsas mineras formaban una sola hilera que atravesaba todo el río. “Era como ver pueblos flotantes”, cuenta.
Siete años más tarde, en 2016, se dio la última bonanza y después de eso, a veces con mayor o menor intensidad, las balsas persisten en el Caquetá y sus afluentes. Es más, en junio de 2021, los pobladores indígenas vieron cuatro o cinco embarcaciones ilegales cerca de las comunidades de Berlín y La Tagua. Imágenes satelitales de una organización que prefiere no ser revelada para proteger a su personal en campo, llegaron a mostrar hasta 19 embarcaciones en el mismo mes en el Río Puré, uno de sus afluentes.
La minería en los ríos de esta zona no es ilegal solo porque carezca de permisos y títulos. También lo es porque viola las leyes de origen de los pueblos indígenas amazónicos como los bora miraña, makuna, uitoto y aduche, a lo largo de las cuencas. Según su cosmogonía, son los espíritus guardianes del agua los únicos que pueden autorizar la extracción del oro. A ellos nadie les ha vuelto a preguntar “y por eso es que llegan las desgracias”, afirma la lideresa uitoto Nazareth Cabrera.
“Los dineros de la minería salen de los lugares en donde se explota. Lo que sí quedan son las consecuencias ambientales y sociales”, explica María Camila Munar, asesora de la Fundación GAIA Amazonas.
Según Víctor Moreno, poner en operación una balsa minera puede costar hasta 150 millones de pesos (cerca de 39 000 dólares) y el pago para quienes trabajan en las embarcaciones, alrededor de seis u ocho personas, no supera los 3 millones de pesos quincenales (787 dólares) con jornadas de trabajo de hasta 20 horas diarias. Sin embargo, los ingresos, según reveló el Ejército Nacional en 2020, pueden ser de hasta 60 000 millones de pesos (aproximadamente 16 millones de dólares) por cada 400 o 500 gramos de oro.
Los militares en sus actividades de control y algunos habitantes locales, según cuenta Moreno, manifiestan que los verdaderos dueños, a los que se les llama “gasteros”, están en ciudades como Cali, Medellín o Bogotá —bien lejos de los daños ambientales—.
Grandes amenazas para los indígenas no contactados
Intangible. Así se nombra a gran parte del territorio de casi un millón de hectáreas del Parque Nacional Natural (PNN) Río Puré, ubicado entre el río Caquetá y el río Putumayo, en el extremo sur de la Amazonía colombiana. Es la tierra de los indígenas no contactados, los yurí-passé que se creían extintos hasta que en 2012 el investigador Roberto Franco comprobó que, hace más o menos 120 años, ellos eligieron internarse en la selva para aislarse del mundo occidental.
Decir que lo “eligieron” suena a mucho, pues luego de sobrevivir a la colonización española y ser sometidos y esclavizados durante ‘la fiebre del caucho’ en la Amazonía colombiana, ya no se trataba de opciones sino de la única forma de no desaparecer. Sin embargo, en este momento huir ya no es suficiente. Hoy, la minería ilegal a lo largo del río Caquetá y sus afluentes, como el río Puré, se convirtió en un nuevo riesgo para su existencia.
Daniel Aristizábal, coordinador del proceso de Pueblos en Aislamiento Planicie Amazónica de la organización Amazon Conservation Team, destaca varios riesgos. El primero: que se viole su deseo de no ser contactados. Para evitar controles militares, indica, quienes ejercen la minería ilegal se adentran en las selvas buscando rutas sin presencia estatal. El PNN Río Puré, donde habitan los aislados, es una de esas rutas y la posibilidad de que los indígenas reconozcan que hay extraños pisando su territorio no es poca. Para Aristizábal, esto lleva al segundo riesgo: que el miedo al contacto los esté arrinconando y haciendo cada vez más pequeño el espacio por el que transitan.
El tercer peligro es que los mineros ilegales de las balsas también cazan y pescan, lo que se traduce en una reducción de recursos para que los yurí-passé mantengan sus formas de vida. El cuarto riesgo, y uno de los más grandes, según dice Aristizábal, es que los aislados contraigan nuevas enfermedades. Por ejemplo, si algún minero está infectado de malaria y es picado por un mosquito, este luego puede llevar la infección a los no contactados y causar una epidemia.
A todo este escenario de preocupación se suma, por supuesto, la contaminación por mercurio que deja la minería ilegal. Aristizábal cree que las enfermedades que se ven en los resguardos indígenas de la cuenca media del río Caquetá —como malformaciones en fetos y afectaciones neurológicas— también se estarían dando en territorio de los aislados ya que los efectos se pueden extrapolar e incluso asumir como mayores, pues el río Puré es mucho más angosto y tiene muchas más balsas ilegales buscando oro.
La diferencia es que a los no contactados, precisa Aristizábal, no se les puede hacer muestreos, no se les puede ir a contar que hay un elemento (el mercurio) que los está intoxicando, ni que lo mejor es que no consuman algunos peces. Si sus recién nacidos de repente llegan al mundo con algún problema o si sus adultos empiezan a enfermar de repente, no hay forma de que sepan cuál es la causa.
Nadie sabe con exactitud cuántos yurí-passe viven en la cuenca del río Puré o si, como en el pasado, encontrarán la forma de sobrevivir a las amenazas que el mundo occidental impone sobre ellos. Si el mercurio está causando un exterminio en la población, señala el experto de Amazon Conservation Team, se trataría de un fenómeno muy silencioso y sin testigos. Lo único que se sabe, y en lo que insisten expertos como Aristizábal, es que la minería ilegal en el Puré y los demás ríos tiene que parar.
Deterioro en la salud de los pueblos ancestrales
El miedo por las enfermedades que puede traer la acumulación de mercurio en la cadena alimenticia no es nuevo entre los pobladores indígenas. Luego de que el capitán Boa faltara a la palabra que le dio a los espíritus, las comunidades que habitan a lo largo del río Caquetá cuentan que recién nacidos, niños y niñas empezaron a sufrir de padecimientos que nunca antes habían visto. “La madre naturaleza estaba cobrando con vidas lo que en el pacto se rompió”, dice Nazareth Cabrera, lideresa del pueblo uitoto.
Desde 1986, el río y sus pueblos han recibido constantemente lo que la minería desecha: mercurio. Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), la exposición y consumo de este metal puede ser tóxica, provocar graves trastornos neurológicos y causar alteraciones en fetos y niños en sus primeros años de vida. Es más, en poblaciones indígenas que practican la pesca de subsistencia en países como Colombia y Brasil, la OMS ha observado que entre 1.5 y 17 de cada 1000 niños presentan un leve retraso mental causado por el consumo de pescado contaminado.
La intoxicación con mercurio también puede causar la enfermedad de minamata, cuyos síntomas incluyen problemas sensoriales en las extremidades —sentir, por ejemplo, que las manos y pies están ardiendo—; encontrar de repente dificultad para hablar, escuchar o mover los ojos; problemas para mantener el equilibrio, falla de memoria e insomnio.
El mercurio que se usa para separar el oro y la tierra del río llega a las aguas y, allí, las bacterias del ecosistema lo transforman en metalmercurio —su forma más tóxica—, después pasa a algas y plantas y luego a los peces. Es una preocupación mayor si se considera que todas las comunidades indígenas en la parte media y baja del río basan su dieta en la pesca y esta es su mayor fuente de proteína.
Según el Instituto Nacional de Salud (INS), una persona expuesta al mercurio no debería tener más de 15 microgramos por litro del metal en la sangre. El problema es que, por lo menos en la cuenca media del río Caquetá, ya se comprobó que se superan los límites. Y no por poco.
En septiembre del 2018, un muestreo realizado en las 12 comunidades (ver gráfica) que forman parte del resguardo Puerto Zábalo – Los Monos encontró que sus habitantes registraron hasta 100 microgramos de mercurio por litro de sangre. Cuatro veces el máximo permitido. El estudio que fue realizado por la Secretaría de Salud del Caquetá, Parques Nacionales Naturales y el Ministerio de Justicia, entre otros, es uno de los cuatro, y el más reciente, que se han hecho en la región para entender los efectos del mercurio.
Victor Moreno, quien también fue uno de los investigadores que participó en el muestreo, asegura que cuando entregaron los resultados vio cómo para las comunidades indígenas es difícil entender las enfermedades a las que se están enfrentando. Según Moreno, ni en sus lenguas ni en su tradición existe un nombre para “el veneno” que ahora está en su sangre. Dice que los miraña no piensan darle nombre porque no quieren darle fuerza a sus impactos negativos. Sin embargo, fuerza ya tiene, pues el mercurio recorre sus cuerpos.
Un problema más allá de la frontera colombiana
El río Caquetá es largo. Tan largo que inicia en el Páramo de las Papas, entre los departamentos de Cauca y Huila, en el suroccidente de Colombia, y termina en el río Amazonas, en las selvas de Brasil, a 2820 kilómetros de su nacimiento. Recorrerlo es decidir navegar durante semanas en medio de la selva amazónica. A sus aguas llegan más ríos y caños que tampoco se han salvado de la minería.
Que haya un cruce de frontera no significa que estas aguas se vuelvan intransitables de un país a otro. Después de todo, como cuenta Moreno, fueron los mineros brasileños, conocidos como ‘garimpeiros’, los que a finales de los setenta y principios de los ochenta le enseñaron a los indígenas amazónicos colombianos la técnica del aluvión. Venían por distintos ríos buscando el oro y aprovecharon el desconocimiento de las tribus indígenas para conseguirlo.
Los pueblos ancestrales, al no ver destrucción boscosa como la que provoca la minería a cielo abierto, no reconocieron los impactos y hasta empezaron a trabajar en las balsas. Era una de las únicas formas de conseguir ingresos en estas tierras abandonadas por el Estado colombiano pero con fuerte presencia guerrillera.
Los ‘garimbeiros’, según cuenta una fuente que conoce el territorio y pidió reserva de su nombre, fueron expulsados por las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). La guerrilla alegaba que los mineros estaban explotando a los indígenas al ofrecerles pagos miserables por trabajar en las balsas. Al final, los brasileños se fueron pero la actividad persistió. También asegura que, así por ahora nadie lo quiera aceptar, fueron las FARC quienes desde entonces empezaron a controlar la minería en la Amazonía y a beneficiarse con sus rentas.
Lo cierto es que ya son más de cuatro décadas de explotación y vertimiento de mercurio en estos ríos. Y la situación no mejora. Si en el lado colombiano del río Puré se vieron 19 balsas en junio de 2021, la misma organización internacional que prefiere ocultar su nombre también asegura que del lado brasileño contó 36 dragones, 13 lanchas y 3 casas mineras. Las imágenes satelitales y sobrevuelos también permiten ver los montículos de arena llenos de mercurio que la extracción deja a lado y lado del río.
Luz Alejandra Gómez, coordinadora del área de Sistema de Información Geográfica de la FCDS, afirma que en las aguas brasileñas del río Caquetá, que allí pasa a llamarse Japurá, la situación es similar. “Brasil es mucho más permisivo y el río se ha llenado de títulos mineros legales”, cuenta.
Del lado colombiano se han hecho algunos esfuerzos para blindar esta zona amazónica. La mayoría del terreno está catalogado como Parque Natural Nacional o como resguardo indígena, lo que le da un nivel de protección especial. Aun así, esta protección es insuficiente. Robinson Galindo, director territorial para Amazonas de Parques Nacionales Naturales de Colombia, está convencido de que tratar la minería ilegal como un asunto único nacional no solucionará el problema. Para él, tanto la Cancillería colombiana como las autoridades brasileñas deben estar involucradas.
La transnacionalidad del fenómeno no tiene que ver solo con los países que atraviesan los ríos. Análisis de GAIA Amazonas y FCDS han establecido que gran parte del mercurio con el que se extrae el oro de estos ríos se consigue por contrabando. Se presume que la ruta empieza en México, continúa en Bolivia, de ahí pasa a Perú y por la frontera entra a Colombia
La conexión con otras economías ilegales
“No queremos a Parques Nacionales aquí”, le dijeron hombres armados, al parecer de las disidencias del frente Carolina Ramírez de las FARC, a algunos guardaparques del PNN Chiribiquete. El mensaje debía replicarse: todos los cuidadores de Parques se tendrían que ir de la Amazonía. En febrero de 2020 la orden se cumplió y la selva se quedó sin ellos.
Con los guardaparques se fueron también los talleres de protección ambiental que la institución le daba a las comunidades indígenas, las jornadas de concientización para cercar el territorio intangible y una de las pocas muestras de presencia estatal en estas selvas. A cambio, los ríos quedaron abiertos y sin puntos para controlar la minería ilegal. Desde entonces, la organización que pide la protección de su nombre registra cada vez más puntos de operación de minería ilegal.
Tan solo durante los primeros seis meses del 2020, el Ejército destruyó 20 dragas usadas para extraer oro del río Caquetá. Las fuerzas armadas aseguraron que pertenecían, en su mayoría, a disidencias de las FARC o al grupo criminal Clan del Golfo.
Fuentes en terriorio aseguran que quienes están detrás de la minería ilegal son los mismos que controlan los cultivos ilícitos de la zona: las disidencias y grupos de crimen organizado. De hecho, en un análisis histórico que contempla desde 1970 hasta 2019, GAIA Amazonas encontró que cuando aumenta la bonanza del oro baja el narcotráfico, y viceversa. Esto tiene sentido, en el 2018 el comandante de la Brigada del Ejército Contra la Minería Ilegal, coronel Carlos Alberto Montenegro, dijo que la minería ilegal era más rentable que el narcotráfico.
Uno de los factores que hace tan productivo el negocio es lo fácil que se puede legalizar, contrario a lo que ocurre con la coca. Basta con lograr que un negocio de compraventa adquiera el oro para que este pueda ser comerciado de forma legal. Luego de que el oro es fundido, hacer una ruta de trazabilidad se convierte en misión imposible.
Sergio Vásquez, asesor de incidencia política de GAIA Amazonas, considera que la respuesta del Estado, como suele suceder en estos casos, se ha centrado en “desmantelar balsas y ya”, pero que no hay una política integral que considere mejorar las condiciones de vida de estas comunidades.
El Ejército envía soldados que destruyen dragas en el mismo río y no tiene la capacidad de sacar el mercurio, la gasolina, y los restos de la embarcación de estas selvas, asegura Luz Alejandra Gómez. Así que el veneno sigue el curso del agua, sigue contaminando.
Además, tampoco hay muchos capturados, cuenta Víctor Moreno. Y si los hay son, seguramente, los eslabones más bajos: el indígena o colono al que le pagan porque arriesgue su vida buceando en el río sin mayor protección, la cocinera que está en la balsa alimentando a los mineros o el que revisa que la tierra se separe del oro.
Víctor Motta, poblador indígena uitoto y secretario de Salud del Consejo Regional Indígena del Medio Amazonas en Colombia (CRIMA), cree que la solución no está en atacar dragas —que en todo caso son reemplazadas al poco tiempo de destruidas—, sino en trabajar con las comunidades indígenas para que sean ellas mismas quienes planteen los caminos que quieren seguir.
Fuente:
Octubre, 2021