Viaje por las culturas del río Putumayo
"Para que nuestros ríos lleguen sanos al mar"
Los Ríos y las comunidades
Este río que se abre paso por Colombia, Ecuador, Perú y Brasil no solo es hogar para tesoros amazónicos, como el delfín rosado; sino también el hilo que integra miles de personas que habitan sus riberas.
Fotos: Pablo de Narváez/WWF
El río Putumayo nace en las montañas del departamento de Nariño, en el sur de Colombia. A medida que sus aguas descienden de los Andes, la fuerza de su corriente aumenta y arrastra toneladas de troncos, hojas y sedimentos de tierra: todo aquello que le confiere su olor especial y el color ocre a sus aguas. Esta vena fluvial de Suramérica, además de avanzar con determinación por su cauce –generando un rumor silencioso por las noches–, es una especie de hilo donde confluyen la riqueza cultural, ecológica y natural amazónica de cuatro naciones: Colombia, Ecuador, Perú y Brasil. Un tesoro en ese patrimonio es el delfín, que vive en este río hace millones de años y que hoy, tristemente, se encuentra en estado de amenaza.
Esa es una de las conclusiones de la expedición ‘Un río, cuatro países’, terminada recientemente y que tiene preocupados a los científicos a bordo. En casi 1.600 kilómetros de recorrido, se registraron solo 559 delfines de río, una cifra bastante inferior a la esperada. Ahora, buscan las razones detrás de la baja presencia de estos mamíferos acuáticos en el río Putumayo. Sin embargo, la expedición liderada por la Fundación Omacha, WWF, el Instituto Amazónico de Investigación Científica (SINCHI) y Corporamazonia, entre otras entidades, también permitió confirmar el gran valor de este importante afluente para las comunidades ribereñas en los cuatro países.
A orillas del Putumayo van apareciendo caseríos que subsisten básicamente de la pesca, la caza y la agricultura. “El río es un enlace de todas la comunidades, sin importar en qué orilla te encuentres”, dice Luisa Porras, habitante de Puerto Arica, un poblado colombiano sin calles pero con casas de colores vivos, muchas rosadas y verdes, que refelejan la innegable alegría y vitalidad de su gente. Este es uno de esos asentamientos costeros inmersos, como oasis en el desierto, entre la gran selva. La mayoría de ellos está integrado por comunidades indígenas que conservan identidades comunes con sus vecinos.
“Algunas de esas comunidades viven del campo, de cultivos como yuca y plátano. Otras del pescado, y algunas más de sus embarcaciones de bajo calado, transportando mercancía entre muelles”, dice Benjamín Arciniegas, marinero y navegante del río. “Si no hubiera una dinámica económica sustentable sería inviable su asentamiento”, afirma.
Además de Puerto Arica, otro caso es el de Marandúa, también en Colombia, un caserío rústico pero acogedor en el que viven 130 colonos. Está ubicado en el corregimiento de San Rafael en Amazonas, y cuenta con un pequeño almacén de víveres, una cancha de fútbol con arcos sin redes y una escuela primaria con pupitres con bracero. La humildad de su gente sorprende en todo, desde el gesto que ofrecen de bienvenida, cálido, hasta en la forma en la que viven, austera y sencilla.
Del otro lado del río, cuyo ancho es de unos 500 metros, se encuentra El Estrecho, en Perú, que parece un pueblo pujante con construcciones de cemento, en el que sobresalen unas escaleras empinadas y largas que juntan el muelle con el casco urbano. “Algunos alimentos que cultivamos en nuestros pequeños jardines los vendemos aquí, entre vecinos y amigos; y otros, que son la mayoría, los vendemos en El Estrecho. Nos vamos en lancha, cruzamos la calle, que es el río, y los comercializamos”, explica Gloria Marques, una habitante de Marandúa quien agrega: “nos separa el agua pero es como si fuéramos del mismo barrio”.
Aidalí Nariño, por su parte, tiene 32 años y pertenece a la comunidad Murui, asentada en Marandúa, una de las 38 etnias que vive en el sur de la Amazonia colombiana. “Trabajo en la agricultura y también estudio. Estoy en cuarto de bachillerato. Veo matemáticas, comunicación, sociales. Me gusta mucho”, dice orgullosa y aferrada a su cuaderno, como si atesorara su destino. De lunes a viernes, Aidalí atraviesa el río en lancha para ir a estudiar a El Estrecho, ya que en Marandúa no funciona el colegio secundario. El trayecto prácticamente es en línea recta, el gran escollo es la corriente del río. “Por ser tan pequeño aquí donde vivimos, los servicios de educación y de salud los encontramos allá. Tenemos una relación muy importante y fuerte entre ambos. Siempre nos apoyamos”, sostiene.
Lazos de agua
Sobre el río acelera una lancha con motor fuera de borda llena de niños y niñas vestidos lo más elegantemente posible y con sus morrales al pie. Algunos llevan rostros serios, otros pensativos y los demás, contentos. Dos de ellos, niño y niña, se atreven a alzar el brazo y menear la mano para saludar. La embarcación deja una estela y el ruido de su turbina corta el aire, húmedo y denso. Es un bote escolar. Los padres de familia contratan a una persona de la comunidad para que todos los días los lleven y los traigan de la casa al colegio. “No solo sucede en Marandúa”, cuenta Aidalí. “Se repite a lo largo del río, que niños y jóvenes vayan a estudiar en un país diferente porque en el de ellos no hay colegio, sin importar el pasaporte”, complementa. Combustible, azúcar, sal o aceite se convierten en la moneda corriente con la que se pagan los servicios de transporte prestados.
El río Putumayo no solamente integra un ecosistema biológico y ecológico coloso. También tiene un componente social esencial, pues supone una plataforma de comercio y de trabajo vital para los pueblos que le rodean. “El flujo comercial es más que todo de cacharreros y bodegos ambulantes, no hay un tráfico pesado. Aquí existe un intercambio muy importante. Gracias al río podemos trabajar y darles de comer a nuestros hijos”, cuenta Marcos Mera, de voz robusta, de trato cercano y mirada confiable. Es un comerciante de canoas y botes pequeños de Puerto Leguízamo. Su viaje comprende de Puerto Asís a Leticia, una ruta estratégica en la que se transporta madera, combustible, hierro y granos.
En octubre, en Puerto Leguízamo, uno de los municipios del departamento de Putumayo, se desarrolla una fiesta multicultural: el Trifronterizo. Colonias de Colombia, Perú y Ecuador son convocadas a participar de un encuentro festivo en el que se exponen la gastronomía, los bailes, las artesanías, típicas de cada país. Nazareno, habitante del asentamiento peruano de Primaveral, de piel curtida por el trabajo de campo y el sol, da cuenta con gran satisfacción de sus dos participaciones en este encuentro transnacional: “Ha sido una gran experiencia. Hemos viajado con unos familiares que tienen la costumbre de ir desde hace años, y la pasamos muy bien. Es la oportunidad de conocer a nuestros vecinos, de intercambiar tradiciones y también de dialogar sobre temas en común como la pesca, la educación y los animales de la selva”, sostiene.
Estos tres países comparten lazos de agua, por ejemplo entre las etnias secoyas y quichuas. De Ecuador también acuden personas del cantón El Carmen y de Perú de la municipalidad Teniente Manuel Clavel (Soplin Vargas). Otra de las actividades que estrecha los vínculos y que nutre la hermandad en la que el río es la sangre, es el mundialito navideño de fútbol en diciembre en Tarapacá, en la frontera entre Colombia y Brasil, dos países muy futboleros. También juegan equipos de Perú. El ganador se lleva novillas o marranos.
“Lo que sucede en este río desbarata de tajo el concepto de frontera inventado por el hombre moderno en el tiempo de la creación de las nacionalidades y de su división político- administrativa”, dice Enrique Crespo, biólogo e investigador. Con esta integración en torno al río Putumayo sus comunidades reivindican la idea de unidad y de universalidad de su territorio.
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